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La evolución en la relación con tus hijos.

Posteado 07/07/2015

Las relaciones con los hijos cambian a medida que crecen. Cuando son pequeños no quieren estar más que con su madre, todo son abrazos y besos, quieren ir con ella a todas partes.5.jpg

Hacia los ocho años, los varones relegan a la mamá a un segundo plano a favor del padre; les apasiona «luchar» con él, ayudarle en la revisión o limpieza del coche, acompañarle al fútbol o a escalar montañas. Poco después empiezan a rechazar la mano tanto de la una como del otro hasta para cruzar la calle y, cuando alcanzan la adolescencia, ya les molesta incluso que sus amigos los vean en nuestra compañía. Las largas conversaciones van escaseando, contarán solo algunos aspectos (generalmente, lo que queremos oír) de sus experiencias y acabarán por vernos como meros proveedores de servicios: comidas, dinero, comodidad, intendencia, y cuando abandonan el hogar, ya ni siquiera eso. Se han hecho adultos independientes y autónomos. La pregunta es: ¿a dónde quedan, entonces, los padres?

 

Sentimientos encontrados

Un estudio de la investigadora estadounidense Debra Umberson ha llegado a la conclusión de que las relaciones entre padres e hijos adultos se caracterizan por la ambivalencia. Es decir, que en ellas se mezclan sentimientos positivos (amor, ayuda recíproca, valores compartidos, solidaridad...) y negativos (soledad, conflictos y problemas, dejadez, estrés...). Estos últimos se dan con más frecuencia en periodos de transición, como el de la jubilación, cambios de trabajo o de domicilio, enfermedades, matrimonios o nacimientos de nuevos miembros de la familia.

Hay varios aspectos de las relaciones familiares en los que más se manifiesta esa confrontación de sentimientos. Uno de ellos es la ambivalencia entre autonomía y dependencia: tanto padres como hijos comparten el deseo de ayudarse y de apoyarse, de contribuir al bienestar del otro, pero al mismo tiempo quieren y necesitan mantener sus cuotas de libertad. En las familias muy solidarias, que viven juntas o muy cerca, son frecuentes los conflictos, la insatisfacción por el tipo de relación y el anhelo de independencia. Y luego están las distintas expectativas que se hace cada una de las generaciones implicadas, lo que espera una de la otra, sobre todo cuando alguno de sus miembros (abuelos mayores, pero también nietos pequeños) necesita cuidados o atención.

Mismos valores: menos tensión

Los padres e hijos adultos que comparten criterios sobre cómo y en qué gastar su dinero, sobre la forma de educar a los niños, que tienen las mismas creencias religiosas o similares puntos de vista sobre problemas sociales o políticos, suelen tener unas relaciones menos conflictivas. Sin embargo, a lo largo de los diferentes estadios de desarrollo personal pueden aflorar las tensiones. Los padres tienen que enfrentarse al proceso de envejecimiento, a problemas de salud, a la jubilación, y los hijos deben comprender que sus progenitores ya no podrán hacer tanto por ellos como hicieron antes y que, por el contrario, empiezan a necesitar su ayuda. Pero otro tanto puede ocurrir a la inversa, en situaciones en que los hijos adultos están inmersos en su carrera profesional, adquieren más responsabilidades en sus trabajos y, además, tienen que hacerlas compatibles con la crianza y educación de sus hijos. Probablemente no les quedará demasiado tiempo para sus padres, quienes no es raro que se dejen abatir por la sensación de abandono.

Expectativas y logros

Otras veces, las relaciones conflictivas afloran por la diferencia entre las expectativas que los padres tenían para sus hijos y los logros de éstos. Sin embargo, en ocasiones, aunque el hijo se haya convertido en el prestigioso neurocirujano que su padre siempre quiso que fuera, las relaciones entre ellos pueden adolecer del cariño, el respeto, la comunicación abierta y la lealtad esperada. No faltan, tampoco, los casos en que son los hijos a quienes invade el sentimiento de frustración porque consideran que sus padres no los ayudan lo suficiente, ya sea económicamente o en la crianza de sus propios niños, o, por el contrario, porque entienden que los abuelos interfieren en exceso en su propia vida familiar.

 

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